lunes, 31 de enero de 2011

Vértigo inverso




Por lo general el vértigo se produce cuando alguien se encuentra a una determinada altura, no importa cual, y siente como en cualquier momento puede precipitarse desde ella. Aparece entonces el miedo que impide tomar cualquier decisión fuera de él. En definitivas cuentas te paraliza volviéndote irracional, como los animales. Y tomas determinaciones como ellos. Te arrodillas, te arrastras para gatear de un lado a otro, cualquier cosa es buena para salir de esa situación. Verte así, tan vulnerable, provoca incomprensión en quién no lo padece, incomprensión que se traduce en hacerte saber que estás haciendo el ridículo.
 
A mí me ocurre al revés. Le llamo vértigo inverso y es  mucho peor que el normal. Me explico. Esa sensación de inseguridad y miedo me asalta al bajar, por ejemplo, una montaña y mirar hacia arriba. Es entonces cuando siento ese sudor frío característico de la situación de pánico y me aparecen todas las dudas, singularmente una: ¿cómo he podido bajar tanto habiendo estado en la cima? La incomprensión es aún mayor, lo grotesco de la situación se multiplica cuando estás abajo. Tal vez, y digo tal vez, debería aprender a subir y no a bajar. Tal vez debería empezar por abajo e ir escalando y no, como hasta ahora, emprender el camino por la cumbre.

(Se oye "La casa por el tejado" de Fito y los Fitipaldis)

miércoles, 26 de enero de 2011

Nunca te olvidaré

-      Estás igual que la última vez que te vi –dijo el hombre esbozando una sonrisa.
-       Pues de ello han pasado más de veinte años –respondió la mujer que estaba frente a él bajando la mirada  en un gesto de estudiada coquetería- En cambio tú sí que has cambiado. Has esperado al segundo plato para decirme la primera galantería- La sonrisa de la mujer era abierta.
-       No me lo tomes en cuenta, después de tanto tiempo no sé si debía… -la voz del hombre se volvió titubeante- No sé cuál es tu situación.
-       ¿Mi situación? La de siempre. La que conoces... ¿No querrás que te la recuerde?
-       Tal vez deberías hacerlo – dijo el hombre mirándola fijamente -No he sabido de ti hasta tu llamada de la semana pasada y  sabes que lo último que me dijiste es que te ibas de viaje con otro del que empezabas a enamorarte…
-       Recuerdo perfectamente lo que te dije –cortó la mujer. Ahora era ella la que miraba al hombre. Su sonrisa había desaparecido-  Como también recuerdo el contenido del correo electrónico que me enviaste dos días después de aquella conversación telefónica. Decías: “quiero desaparecer de tu vida”.
-       Lo sé y fue doloroso, pero no tenía… no teníamos otra opción –el semblante del hombre era ahora serio y su tono de voz tenía un cierto tono de súplica- No podíamos continuar en aquella situación: yo casado y tú sola a novecientos quilómetros de distancia y esperando que el mapa se doblase para juntarnos. Un sacrificio, tú sacrificio que no podía dejar que continuase. Por eso elegí el mejor momento para poner fin a lo nuestro: cuando empezabas a enamorarte de otro y yo podía darle un nuevo sentido a mi matrimonio alejándome definitivamente de ti.
Un silencio recorrió la mesa dónde estaban. No era un silencio tenso, era un silencio que buscaba la esperanza en la próxima respuesta.
-       Te quiero. Te sigo queriendo. Nunca he dejado de quererte. Esa es mi situación –dijo ella mientras avanzaba su mano por encima de la mesa hasta cubrir el dorso de la de él. - Por eso me puse en contacto contigo cuando me enteré que te habías quedado viudo y ya no te ataba nada. Necesitaba verte,  decírtelo de nuevo y comprobar si habías cumplido tu promesa.
-       Ya ves que sí. No te he olvidado, siempre te he llevado en mis pensamientos, a mi lado, recordando cada uno de los instantes que pasamos juntos: los primeros encuentros clandestinos, el dolor de tu separación que te empeñabas en convencerme que no fue por mi causa –sonrió levemente- tu miedo a la libertad, la soledad de la distancia que soportabas porque guardabas la esperanza de que algún día estaríamos juntos. Y la amargura de nuestra separación forzada por mí en aquél correo electrónico. Llevo grabadas  las palabras de tu respuesta: “Lo siento. Por mi parte, nunca conseguirás lo que pretendes. Con muchísimo más cariño, para el que ha sido el amor de mi vida. María” –una pausa aprovechando un suspiro- Todos esos momentos los recuerdo y no los olvidaré nunca.
-        ¿Y por qué no continuamos recordando? –dijo ella mientras se dibujaba una sonrisa pícara en su cara- Tengo reserva hasta mañana en la habitación del hotel.
-       ¡María que tengo setenta y tres años! –exclamó el en un tono de excusa que sonó falsa.
-       ¡Y yo sesenta y cuatro! ¿No eras tú el que me decías que el deseo no tiene edad? –la sonrisa de ella volvía a ser abierta. Le cogió de la mano y se levantó- ¡Anda. Paga y vámonos!
-       ¡Sin postre!
-       ¡El postre te lo daré yo ahora! – dijo riendo. María tiró de él y le cogió la chaqueta para que no se entretuviese. Al hacerlo vio que en el bolsillo interior había una carta del que distinguió el membrete de un hospital.
-       De acuerdo –protestó él sin convicción y riendo- déjame ir antes al lavabo.
María abrió el sobre y leyó la carta: “José García García padece alzheimer en grado terminal. Si se encuentra con él avise al servicio de neurología de este Hospital. Al paciente le es imposible recordar nada ni saber dónde se encuentra”.  María dobló la carta y la volvió a poner dentro del sobre.
-       Recordemos – dijo un sonriente José mientras abría la puerta de la habitación del hotel y se fundía con María en un beso.



martes, 18 de enero de 2011

¿Dónde pongo mis manos?


Esta tarde he estado en el dentista es decir, uno de aquellos lugares dónde un@ paga por pasarlo mal. Pero a mi hay algo que me incomoda más que el abrir la boca en posición antinatural para que me metan un taladro y confiar en la pericia del que lo introduce. Hay algo que me hace sentir peor que los pinchazos de la anestesia y que se me quede la cara, la lengua y los labios como el corcho. Es algo que soporto menos que el ridículo que siento cuando el dentista de turno, me hace cualquier pregunta cuando estoy con la boca abierta y balbuceo un idioma imposible. Podría soportar todos esos inconvenientes sino fuese por lo mal que lo paso estirado en la camilla. No puedo con ello. Son tan estrechas que nunca sé dónde debo colocar brazos y manos, así que acabo -dada la longitud de los mismos- poniéndolas en mi entrepierna, encima del sexo y eso conlleva un riesgo importante. Si, es peligroso porque, cuando el dentista está en plena actuación taladrando mis dientes, la tensión que me produce me da por apretar - inconscientemente- con mis manos lo que hay entre las idems es decir, los testículos (los míos). Menos mal que cuando baja la tensión, sube el dolor en la zona "intramuslar" y eso hace retroceder el apretón testicular. Pero bueno que a uno se le queda un dolorcillo que ríase Ud. del de las caries con el agravante que, si se va muy a menudo al odontólogo, la zona se resienta y acabe reventándose. Terror me da el imaginarlo.

viernes, 14 de enero de 2011

Opciones




Aquellos ojos tenían vida propia. 

Podías separarlos de la nariz, la boca, las orejas e incluso de la frente, que continuarían escrutando, vivarachos,  lo que abarcase su ángulo de visión.

Eran…

el aire que respiraba,
el alimento que necesitaba,
la melodía que escuchaba,
el pensamiento que albergaba.

No necesitaba de ellos para…

oler porque eran el aroma mismo,
saborear un beso porque eran el gusto mismo,
oír porque eran auténtica melodía.
soñar porque eran el sueño
pensar porque eran la idea misma. 

Había dos opciones para quienes eran atrapados por el influjo de su mirada…

refugiarse en ellos para salvarse de su ternura,
o,
sucumbir con ellos en una espiral infinita de pasión.

miércoles, 12 de enero de 2011

Instantes de publicidad


Mientras vais perfilando vuestros comentarios en el monólogo interior, paso unos segundos de publicidad. La chica que sale es un auténtico bellezón. Veinticinco añitos,  cuerpo de infarto, movimientos sensuales. Lo mejor: su cerebro... Mi sobrina. A mi también me gusta presumir.

martes, 11 de enero de 2011

Emulando a Ernest Hemingway: Colinas como elefantes blancos (y 2)

 Bien pues el ejercicio consiste en escribir un monólogo interior de la protagonista tratando de relatar lo que siente y piensa en ese momento en que él, el hombre americano, coge las maletas y las lleva al otro lado de la vía. Ahí es nada. Tratar de seguir la estela de Ernest Hemingway cuando yo, con lo que me conformaba es seguir el camino de Ernesto Líneas. Aquí si que me gustaría un montón que criticáseis, desmenuzáseis y troceáseis sin ninguna piedad.

En esas maletas va todo lo que tengo… en esas maletas y en él, sin él no hay nada, no hay futuro. Aunque tampoco lo había cuando nos conocimos hace un año. Pero cuando te enamoras no lo piensas, siempre piensas que ese sentimiento es tan fuerte que  puedes cambiar la situación de un hombre casado, crees que puedes más que quince años de matrimonio y dos hijos. Dios, que deprisa camina hacia el otro lado de la vía, no entiendo cómo puede ir tan rápido con lo pesadas que son las maletas y el calor que hace. Es gracioso verle caminar así, arrastrándose deprisa. Si, es divertido como todo al principio de conocernos, desde el mismo momento de conocernos cuando convirtió un equívoco en la situación más romántica que había vivido. Fue su sonrisa la que me atrapó. Su sonrisa y ese aspecto de hombre maduro y experimentado de la vida… y eso que yo soy una mujer deseada por muchos hombres, pero fue él, el que me atrapó, supo convertir en una aventura todo lo que vino después, toda la rutina de los amantes que viven vidas descompensadas. Era divertido preparar nuestros encuentros furtivos como dos adolescentes, sentir la ilusión por estar unas horas juntos, la emoción cuando nos tropezábamos con alguien por la calle que él conocía de su otra vida y tenía que disimular porque tal vez aquél extraño para mi había captado el matiz de nuestras miradas…  Ha tropezado y por poco se cae. Qué mira… No se ve el tren. Está impaciente. Tiene ganas de acabar con todo esto, lo sé. Quiere quitarse este peso de encima, bueno, de que me lo quite yo y  liberarnos de la carga que nos lastra el presente y nos condicionará el futuro. No es divertido pensar en eso. Ya nada es divertido. No nos divertimos desde el mismo momento en que se lo dije. Decidir una solución lógica entre vidas desequilibradas no es divertido. Por qué se lo tuve que decir. Porque él es mi todo, porque lo seguiría hasta donde me dijese aunque fuese el mismísimo infierno, por eso dejé mi trabajo para ir tras él allá donde estuviese y compartir más momentos juntos… No tenía nada y él me lo dio todo. Es curioso que en todo este tiempo sean estos momentos los más largos que estamos pasando juntos, en la encrucijada que no sabemos dónde nos lleva. Como tampoco yo sé dónde nos llevará ese tren. No vuelve, no le veo. Tarda demasiado en regresar. Se irá sin mí. No me gusta estar sola. No quiero estar sola. El vacío que quedará en mi cuerpo será poco comparado con el que dejará en mi vida. Seguir con él es renunciar a estar llena del todo. Pero él es mi todo y haré lo que me diga. Confío en él y me ha dicho que todo volverá a ser como antes porque ahora somos infelices por ese motivo. Tiene más experiencia que yo aunque los dos estemos en una situación nueva, sólo debemos confiar el uno en el otro es lo único que tenemos ahora. Hay que eliminar el motivo que nos hace infelices y ya está, de nuevo como antes. Es tan fácil. No lo es… le he contado una mentira. Le he dicho que conozco a personas que han pasado por la misma situación y luego han sido felices… pero no le he dicho las que no lo son. Me habrá mentido él también en eso. En qué me habrá mentido. No le veo. Tarda demasiado. Se esconde y me dejará aquí plantada con este calor y llevándose mi vida. Por fin le veo sin las maletas. Sonríe. Todo está bien.

lunes, 10 de enero de 2011

Emulando a Ernest Hemingway: Colinas como elefantes blancos (1)

El profesor de Narrativa nos puso como ejercicio el comentario sobre un relato corto de Ernest Hemingway, "Colinas como elefantes blancos" que es el que reproduzco a continuación. Después de haber desmenuzado vía chat  el susodicho cuento con l@s otr@s compañer@s de curso, el ejercicio fue más allá... Pero no adelanto acontecimientos y, de momento, os dejo el relato corto para que disfrutéis con su lectura y, a tod@s, con vuestros comentarios.
 

Las colinas al otro lado del valle del Ebro eran alargadas y blancas. A este lado no había sombra ni árboles, y la estación quedaba entre dos líneas férreas, al sol. El edificio de la estación proyectaba una sombra cálida, y una cortina hecha de cuentas de bambú colgaba de la puerta abierta que daba al bar, para que no entraran moscas. El americano y la chica que iba con él estaban en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor, y el expreso procedente de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía en ese empalme dos minutos y seguía hacia Madrid.

   ¿Qué bebemos? —preguntó la chica. Se había quitado el sombrero y lo había dejado encima de la mesa.
   Hace mucho calor —dijo el hombre.
   Pidamos una cerveza.
   Dos cervezas —dijo el hombre, dirigiéndose al otro lado de la cortina.
   ¿Grandes? —preguntó una mujer desde la puerta.
   Sí. Dos grandes.

La mujer llevó dos vasos de cerveza y dos posavasos. Colocó los posavasos de fieltro y los vasos en la mesa y miró al hombre y a la chica. La chica contemplaba la línea de las colinas. Se veían blancas al sol, y el campo era marrón y árido.

   Parecen elefantes blancos —dijo.
   No he visto ninguno—dijo el hombre, y dio un trago de cerveza.
   No, no puedes haberlos visto.
   Podría haberlos visto —dijo el hombre—. Que tú digas que no puedo haberlos visto no prueba nada.
    
La chica miró la cortina de tiras.

   Hay algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
   Anís del Toro. Es una bebida.
   ¿Podemos probarla?

El hombre gritó «Oiga» a través de la cortina. La mujer salió del bar.

   Cuatro reales.
   Queremos dos de Anís del Toro.
   ¿Con agua?
   ¿Lo quieres con agua?
   No lo sé —dijo la chica—. ¿Con agua es bueno?
   No está mal.
   ¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
   Sí, con agua.
   Sabe a regaliz —dijo la chica, y dejó el vaso en la mesa.
   Es lo que pasa con todo.
   Sí —dijo la chica—. Todo sabe a regaliz. Sobre todo las cosas que has querido probar durante mucho tiempo, como la absenta.
   Oh, basta ya.
   Has empezado tú —dijo la chica—. Yo me estaba divirtiendo. Lo estaba pasando bien.
   Bueno, pues intentemos pasarlo bien.
   Muy bien. Yo lo intentaba. He dicho que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No ha sido algo brillante?
   Eso ha sido brillante.
   Quería probar esta bebida nueva. Es todo lo que hacemos, ¿no? Mirar cosas y probar bebidas nuevas.
   Supongo.
    
La chica miró hacia las colinas.

   Son unas colinas preciosas —dijo—. La verdad es que no parecen elefantes blancos. Tan solo me refería al color de su piel a través de los árboles.
   ¿Tomamos otra copa?
   Vale.

Un viento cálido lanzó la cortina de tiras contra la mesa.

   La cerveza es buena y fría —dijo el hombre.
   Es deliciosa —dijo la chica.
   La verdad es que se trata de una operación de lo más simple, Jig —dijo el hombre—. Ni siquiera puede decirse que sea una operación.

La muchacha miró al suelo, donde se apoyaban las patas de la mesa.

   Sé que no te afectará, Jig. No es nada, de verdad. Es solo para dejar que entre el aire.

La chica no dijo nada.

   Iré contigo y estaré todo el tiempo a tu lado. Tan solo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
   ¿Y qué haremos luego?
   Luego estaremos bien. Igual que estábamos antes.
   ¿Qué te hace pensar eso?
   Eso es lo único que nos preocupa. Es lo único que nos hace infelices.

La chica miró la cortina de tiras, extendió la mano y cogió dos de las tiras.

   ¿Y crees que luego todo irá bien y seremos felices?
   Sé que lo seremos. No debes tener miedo. Conozco a muchas personas que lo han hecho.
   Y yo —dijo la chica—. Y luego han sido muy felices.
   Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no tienes que hacerlo. No te obligaría a hacerlo si no quisieras. Pero sé que es algo de lo más sencillo.
   ¿Y lo quieres de verdad?
   Creo que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si realmente no quieres hacerlo.
   ¿Y si lo hago serás feliz y las cosas serán como antes y me querrás?
   Te quiero ahora. Sabes que te quiero.
   Lo sé. Pero si lo hago, ¿entonces podré volver a decir que las cosas son como elefantes blancos y que a ti te guste?
   Me encantará. Ahora ya me encanta, lo que pasa es que no puedo pensar en eso. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
   ¿Si lo hago dejarás de preocuparte?
   No me preocuparé por eso porque es de lo más sencillo.
   Entonces lo haré. Porque me da igual lo que me pase.
   ¿A qué te refieres?
   A que no me importa lo que me pase.
   Bueno, a mí sí me importa.
   Oh, sí. Pero a mí no me importa. Y lo haré y entonces todo irá bien.
   No quiero que lo hagas si es así como te sientes.

La chica se puso en pie y se dirigió hacia el final de la estación. Al otro lado había campos de cereales y árboles en las riberas del Ebro. Más allá, pasado el río, estaban las montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de cereales y la chica vio el río a través de los árboles.

   Y podríamos tener todo esto —dijo la chica—. Y podríamos tenerlo todo y cada día hacemos que sea más imposible.
   ¿Qué has dicho?
   He dicho que podríamos tenerlo todo.
   Podemos tenerlo todo.
   No, no podemos.
   Podemos tener todo el mundo.
   No, no podemos.
   Podemos ir a todas partes.
   No, no podemos. Ya no es nuestro.
   Es nuestro.
   No, no lo es. Y una vez que se lo llevan, ya no puedes recuperarlo.
   Pero no se lo han llevado.
   Bueno, espera y verás.
   Vuelve a la sombra —dijo el hombre—. No debes ponerte así.
   No me pongo de ninguna manera —dijo la chica—. Es solo que sé algunas cosas.
   No quiero que hagas nada que no quieras…
   Y que no sea bueno para mí —dijo ella—. Lo sé. ¿Podemos tomar otra cerveza?
   De acuerdo. Pero tienes que comprender que…
   Lo entiendo —dijo la chica. ¿Podríamos, quizá, dejar de hablar?

La chica volvió a sentarse y miró las colinas, en el lado seco del valle, y el hombre la miró a ella y la mesa.

   Tienes que comprender —dijo el hombre— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy totalmente dispuesto a pasar por ello si significa algo para ti.
   ¿Es que no significa nada para ti? Podríamos superarlo.
   Claro que significa algo para mí. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero a nadie más. Y sé que es de lo más sencillo.
   Sí, sabes que es de lo más sencillo.
   Está muy bien que tú lo digas, pero yo lo sé.
   Y ahora, ¿podrías hacerme un favor?
   Haré lo que quieras.
   Por favor por favor por favor por favor por favor por favor por favor, ¿podrías callarte?

El hombre no dijo nada, pero miró las maletas colocadas junto a la pared de la estación. Tenían las etiquetas de los hoteles donde habían pernoctado.

   Pero no quiero que lo hagas —dijo él—, me da completamente igual.
   Voy a chillar —dijo la chica.

La mujer salió de entre la cortina con dos vasos de cerveza y los colocó sobre los posavasos de fieltro.

   El tren llegará en cinco minutos —dijo.
   ¿Qué ha dicho? —preguntó la chica.
   Que el tren llegará en cinco minutos.

La chica dirigió una jovial sonrisa de agradecimiento a la mujer.

   Será mejor que lleve las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre.

 Ella le sonrió.

   Muy bien. Luego vuelve y nos acabaremos la cerveza.

El hombre levantó las dos pesadas maletas y rodeó la estación hasta las otras vías. Miró hacia donde se perdían las vías, pero no pudo ver el tren. Al volver cruzó el interior del bar, donde bebía la gente que esperaba el tren. Bebió un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban sensatamente el tren. Salió por la cortina de tiras. La chica estaba sentada a la mesa y le sonrió.

   ¿Te encuentras mejor? —dijo él.
   Me encuentro bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me encuentro bien.