domingo, 3 de octubre de 2010

Reparto equitativo


La semana pasada fui a una de esas reuniones profesionales que más me fastidian. Un post-divorcio. Apasionante. Nos encontramos en el despacho de la abogada del marido. Esa era la única peculiaridad de este caso: él estaba representado por una señora y a mí me había tocado en suerte la mujer. Lo que no variaba en el asunto  era la fortuna (poca) de mi clienta -augurando una tardía y escasa minuta- y los temas que tratábamos de reconducir los abogados. Unos flecos económicos que habían quedado pendientes cuando se divorciaron- hacía diez años- y que la crisis se había encargado de deshilachar del todo. Para colmo de mi hastío la parte que tenía “pedir” era la mujer, vamos, yo. E ir de pedigüeño sin nada que ofrecer a cambio más que un extinto derecho de tálamo se hace una empresa harto compleja. 

Como era de esperar la cosa  fue por donde tenía que ir. Un cruce de reproches entre los excónyuges al que previamente a la reunión había conminado a mi clienta que no entrara. Cierto es que la experiencia y el conocimiento de la pareja me decían que no me iba a hacer caso así que hice lo que suelo hacer en estas ocasiones. Desconectar. Los miraba sin oírlos como apercibí que hacía mi colega en una mirada que cruzamos diciéndonos: “déjalos que se desahoguen que cuando lo estén, ya entraremos a matar tu y yo”. Era un acuerdo tácito entre compañeros de profesión entrados en años de ejercicio y sabiendo que, por lo que respecta a nosotros, habíamos hecho un buen trabajo con esa pareja.  Porque ambos habían salido ganando con el acuerdo de divorcio. Se fueron del matrimonio con mucho más de lo que tenían. Cuando se casaron, hacía veinticinco años, llevaron a su unión un gran amor. Por el contrario, al divorciarse se repartieron equitativamente los quince años de alianza. Se prorratearon reproches. Distribuyeron adecuadamente rencor, resentimiento e inquina. Se adjudicaron, en partes idénticas, discordia. Hasta aquél amor que se profesaban pudieron repartirlo a otras personas que conocieron cuando aún convivían juntos. Y, cómo no, por partirse se partieron hasta su hijo común al que, de tanto estirar uno por un lado y la otra por el otro, acabó por resquebrajar su alma. Cuando llegó a la mayoría de edad se largó a vivir por su cuenta y lejos de sus progenitores. Tal vez ahora ellos se interroguen del porqué de aquella actitud y no logren oír la respuesta enzarzados como estaban en un griterío incesante.

Si los profesionales habíamos conseguido un repartimiento ecuánime de los bienes más importantes del matrimonio, justo era que nos quedásemos con lo que menos les importaba (o eso parecía y decían) el dinero de ellos. Así que salimos todos contentos del acuerdo de divorcio. Y allí estaban los dos en aquella sala, haciendo gala de lo que se llevaron en su día.  Hubo algo que me sacó del ensimismamiento en que me encontraba. Fue una frase que dijo el contrario con bastante acaloramiento: 

- ¡¡ Parece mentira que después de diez años de haberse roto nuestro matrimonio aún me vengas pidiendo !!

- Se equivoca caballero –le dije sin pensármelo- El matrimonio, el suyo y el de todos, es para toda la vida y la prueba de que no se acaba nunca es la bronca a la que estamos asistiendo


La carcajada que soltamos todos no ayudó a que accedieran a nuestras peticiones pero, al menos, se acabó la trifulca.