lunes, 27 de junio de 2011

Entre tus piernas: la visión de él



La había visto desde el fuera borda en una cala donde había ido a amarrar para darme un chapuzón. Su visión, abandonada al sol y tapada con un minúsculo slip sobre la proa de su barca, me obligó a que buscase un baño más largo de lo habitual en las tibias aguas del Mediterráneo. Allí, en el mar, pude observarla sin temor a que se diese cuenta del descaro de mi mirada, no fuese que al percatarse me diese con su popa y me quedase sin tan caliente plano de visión. No podía apartar la vista de esa proa que había despertado, con placentera fuerza, el palo mayor de mi cuerpo que pugnaba por escaparse del pantalón de baño y poner rumbo hacia la nave de ella. Hice un “traveling” acuático antes de sumergirme para evitar que, mi cabeza, alcanzase un punto de ebullición peligroso, preso de la ansiedad por volver a la superficie y encontrarme con aquel enfoque que había enervado todos los sentidos más sentidos de mi organismo. Fue un minuto, el suficiente como para que, cuando volví a la superficie, ella ya no estuviese.

¡No puede ser! ¡No puede ser!, gritaba mi mente con desesperación al saber que ya no podría estar entre aquellas piernas.

Desolado y, sobre todo, más arrugado de lo normal dada mi larga permanencia en el agua, puse rumbo al puerto. Subiendo estaba el ancla de proa cuándo, de repente, volví a cruzarme con la visión de ella. Estaba tumbada a la sombra de un parasol en la playa. Decidí que esta vez no se me iba a escapar, así que dejé el amarre y, sin más dilación, me calcé las aletas y las gafas de buceo y me lancé al agua con el propósito de recorrer a nado la distancia que me separaba de la orilla.

Llegué casi sin resuello a la playa, sin apartar la vista de aquella mujer. Tan escaso de aliento me encontraba y tan deseoso de llegar hasta mi recién descubierto deseo, que no me desembaracé ni de los “patos”, ni de las gafas de buceo que desplacé hasta la coronilla de mi cabeza con un movimiento automático. Allí estaba, enfrente mío, bellísima… Lentamente se incorporó de la tumbona y sus pechos, libres, se balancearon suavemente hasta alcanzar su punto exacto de gravedad y ofreciéndome la visión de unos pezones erguidos al cielo que coronaban una apetitosa aureola color chocolate… Uuuuuhhhhmmm… me iba relamiendo cuando…

Pero ¡! ¿Qué veo? ¿Me está haciendo señas? ¡! ¡! Si, si. Es a mí ¡! ¡! Me está sonriendo ¡! ¡! Voy para allá sin perder tiempo ¡!

Creo que batí el récord de velocidad en recorrer, con el incómodo calzado de mis pies, los escasos treinta metros que separaba la orilla hasta dónde se encontraba ella… No apartaba mi mirada de su mirada, de su sonrisa radiante que lanzaba destellos de felicidad, como el faro que advierte a los navegantes que están cerca de arribar al puerto ansiado. Al llegar a su altura, antes de que yo pudiera decir nada, exclamó con una voz que me pareció la de los propios ángeles:

“Hola Neptuno. Te he estado buscando por todas partes y por fin has llegado. Ven siéntate a mi lado y dime porqué has tardado tanto”.

Como no quería contrariar a la preciosa dama, no dije nada de mi condición humana y no divina y, sin rechistar, me senté a su lado…