domingo, 24 de octubre de 2010

Legítima defensa



Era un auténtico zoquete  pero, aún así,  el sistema también había previsto una defensa jurídica para él. Me tocó en suerte ejercer su legítimo derecho, por mucho que repudiase la acción que había cometido. En la soledad de mi despacho buscaba algún argumento que esgrimir ante el Tribunal del porqué una persona, aparentemente normal, se dirigió al acuario del zoológico y lanzó a la piscina un pesado bloque de plomo, de los que se emplean en las consultas de los radiólogos,  con la indudable intención de aplastar a la primera piraña que circulase por ahí. El éxito de su acción fue la consecuencia de que yo estuviese devanándome los sesos tratando de darle sentido a las palabras que mi cliente me había dicho al explicarme lo sucedido. “Fue en legítima defensa”,  argumentaba, “iba a lanzarme a la piscina y ví en sus ojos que me iba a devorar”.