lunes, 14 de febrero de 2011

Hoy, igual que ayer y sin cambios para mañana


Todo nace y muere. Todo nace, crece y muere. Todo nace, crece, vive y muere.

¿Y después qué?

Después queda el paso, queda el recuerdo en forma de huella más o menos profunda... pero sin que por ello deje de ser algo transitorio.

En cualquier acto, en cualquier momento de la vida se marca el aspecto de la transitoriedad pasando inevitablemente por los puntos que sirven de pauta a mi escrito.

Nace y nace del interés puesto en él, de un egoísmo mal disimulado, pero egoísmo al fin y al cabo. Egoísmo en toda su extensión.

Ya está ahí, está en la vida y el siguiente paso está en descubrir la esencia de aquello que hemos creado, algo que tiene por sí mismo existencia propia. Desde el primer momento tenemos un gran interés, no, una gran curiosidad por eso que se presenta ante nosotros.

 Investigamos, comenzamos a desgranar cada uno de los puntos que componen su esencia íntima con el único fin de conocerlo. A medida que lo vamos haciendo podemos descubrir algo que escapa a nuestro entendimiento, algo nuevo para nosotros y que nos hace crecer el interés por aquello.

Ya estamos metidos de lleno en el "ser"; aparece como algo misterioso, inexplicable, inconcebible y eso es lo que nos atrae precisamente hacia él. Está ahí y no lo llegamos a entender. Descubrir qué es lo hace irresistible. 

Finalmente llegamos a nuestra meta tras investigarlo más bien menos que más. Logramos descubrir todo aquello que creíamos y queríamos y nos parece bien. Es algo agradable porque se amolda mucho a nuestra esencia... y entonces nos disponemos a vivir con esa tierra hasta hace poco inhóspita.

Vivimos como mejor podemos descubriendo día a día una nueva faceta lo que nuestro lado tenemos y eso nos llena de alegría. Somos felices.

Pero el ser cada día se va agotando, poco a poco, va perdiendo una a una sus posibilidades o, mejor dicho, no las pierde: lo que pasa es que a medida que transcurre el tiempo quedan menos cosas por descubrir, menos misterios hasta que llegamos a conocerlo de una manera que a nosotros nos parece completa.

Es entonces cuando ocurren una serie de cosas que podríamos resumir así: ya perdimos el interés hacia aquello. Lo perdimos porque lo tenemos, porque lo conocemos y se hace un poco aburrido el estar con él más tiempo. Perdimos toda la ilusión hacia él. Es una forma de muerte y a la muerte hay que abandonarla sin más. Eso es lo que hacemos.

Pero la forma más corriente de muerte es otra, es la que resulta inherente a la condición humana: una vez perdido todo interés hacia aquello se nos hace difícil, casi diría imposible, el abandonarlo. Hemos creado una serie de vínculos, una serie de costumbres que señalaron o señalan una parte de nuestra vida con las que nos es imposible romper por un miedo sobre el cual nosotros, la propia humanidad, ha escrito: "Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer".

Y así solucionamos el problema: continuamos viviendo con aquello únicamente porque es difícil volver a empezar de nuevo. Es arriesgado, peligroso ¡¿Para qué meterse en camisas de once varas?! Otra manera de morir, pero esta vez en vida. Le insuflamos vida a una cosa que ya está muerta.

Pero aún así queda algo, es como si un rayo luminoso marcase el camino.

¿Y después qué?

La respuesta es imposible ya que nadie sabe qué vendrá después de la muerte, incluso si continuamos viviendo.

Después nos queda el recuerdo que es otra manera de vivir o de dar vida  a algo que ya no existe, que ya no es.

Queda aquel recuerdo del nacimiento, del crecimiento y de la vida por eso creemos que no se llega a morir del todo, por eso nos aferramos a ese clavo ardiente del recuerdo. 

Porque olvidarse del pasado es imposible, porque romper con él es difícil, porque aceptar la muerte nos horroriza.

(Escrito por el que suscribe en la madrugada del 14 de febrero de 1976. Se escucha "Yesterday", "Ayer" por Ray Charles, probablemente la mejor versión de la canción de "The Beatles")