sábado, 11 de junio de 2011

¿Te puedes enamorar en una noche?


El otro día me encontré con una buena amiga que me contó un descubrimiento. Se podía enamorar en una sola noche de pasión. Ahora, su problema era mantener el enamoramiento al día siguiente. Y empezo con su relato, en cómo lo descubrió. Fue, me decía, una noche erótica de locura. Lo conocí hace unos días en un videoclub. Aburrida de darle una opción a la “tele”, me fui hasta el videoclub más cercano a casa en busca de alguna cinta que me transportase a algún mundo de fantasías reales. Estaba mirando el catálogo sin decidirme  por alguna de ellas, cuando de pronto un hombre mayor, abandonando los cuarenta, pero de esos que aún les queda muy bien una camiseta ceñida y unos juveniles tejanos, quedó prendado de mí. Fue su mirada, clavada sobre mi cabeza la que me obligó a levantar la vista y fue su sonrisa coqueta la que sostuvo por largo tiempo nuestro silencioso encuentro...

No quise bajar la vista, desde hacía mucho tiempo que no sentía ese revolotear de mariposas en mi estómago, esa noria. Se acercó lentamente, mientras yo planeaba mil respuestas inteligentes a las hipotéticas preguntas que volaban en mi cabeza. Cuando oí su voz, sentí que todo el ímpetu se me diluía por la tapa del DVD que apretaba fuertemente. Mis mejillas se ruborizaron dejándome, aún más, en lamentable evidencia. Pero no recurrió a ningún tópico, como qué película alquilaría, o cuál era mi director favorito. Ni siquiera me preguntó mi nombre. Sólo me dijo que conocía una pequeña bodega en la calle de al lado con excelentes vinos...

 Estaba seguro de su conquista, continuó mi amiga, y a mi me gustaba que jugara con esa seguridad. No hablábamos de cosas personales que tanta magia le restan al ambiente y antes del primer sorbo de vino nos besamos como adolescentes, perdiendo todo pudor, y continuamos así hasta que salimos cogidos de la mano hacia su casa. Él me susurraba pequeños piropos y nuestras miradas se comunicaban en un lenguaje etéreo muy parecido al amor. En su casa me sentí cómoda, como si fuera nuestro encuentro cotidiano. Fue allí donde recorrí con mis manos todo su cuerpo y su lengua cogió el sabor de mi piel...

Él, consciente de su edad y sus limitaciones, como ya no estaba para un derroche de vitalidad, controlaba muy bien sus energías. Me gustan mucho esos amantes tántricos que saben jugar con los tiempos, que giran en círculos para poder ascender y bajar en el deseo, alternando la rapidez y la lentitud con movimientos profundos y sutiles. Nos abandonamos en el placer del anonimato, nos sumergimos en la novedad del descubrimiento y fantaseamos con que fuese eterno. Por eso no quise quedarme a dormir ahí, ni dejarle mi móvil. Sólo se que se llamaba Eduardo, aunque podría haberse llamado Juan, José o Manuel. Me quedo con el recuerdo de una noche sensual, de libertad, de sexo sin compromiso, sin promesas, sin decepciones y lo sacaré como escudo para cuando la tristeza que me dejó mi última ruptura amenace con visitarme...