sábado, 21 de mayo de 2011

Jornada de reflexión


Hace unas horas ha comenzado la jornada de reflexión previa al 22 M. y, haciendo caso de lo que recomiendan nuestros sabios próceres, me he puesto a la labor con ahínco y esperanza de descubrir lo que funciona mal y tomar las medidas pertinentes para solucionarlo. Y bien sea por falta de práctica en la cuestión de la reflexión o bien porque los caminos de las neuronas son inescrutables, de repente he visto claro que lo que sucede es que todo es mentira; no solo las promesas electorales de nuestros elegibles, sino el conjunto de la vida que llevamos, que en el fondo no es otra que la que se nos vende en los distintos medios.

Pongamos por ejemplo mi caso: una hombre que trabaja, con cierta independencia (sic), con las ideas claras (o por lo menos en un claroscuro apañado), con algunos vicios (y eso sí, en su mayoría socialmente aceptados) y con lo que se entiende por una vida típica en una sociedad moderna. Me levanto por la mañana con la esperanza de que el día sea como me habían asegurado que serían todos los días de mi vida si seguía unas mínimas normas de comportamiento y consumo y resulta que, pese a comportarme como se espera de mí, nada sucede como debería.

Al levantarme con alegría y energía, me dirijo a la ducha donde como se me ha indicado por activa y por pasiva me doy una ducha vivificante con un gel que devolverá a mi piel la tersura de un niño de tres años y me lavo el pelo con un champú que lo dejará radiante, lleno de fuerza y volumen y por supuesto con un color envidiable. Canoso, pero envidiable. Cuando me miro al espejo, mi piel sigue teniendo las mismas manchas, las mismas estrías y la misma flaccidez que antes de la ducha milagrosa, y en mi cabeza, las canas tienen la mayoría absoluta y cualificada, a la vez que los pelos se me pegan al cráneo sin vigor ni gracia ninguna. Pero como otra de las cosas que me han inculcado desde mi más tierna infancia es que el que la sigue la consigue; que todo esfuerzo tiene su recompensa y que con tesón se logra todo, me dirijo a la cocina dispuesto a recargar las pilas con unos cereales ricos en fibra que me harán sentir pletórcio de fuerza todo el día, además de librarme de padecer las hemorroides en silencio y ayudarme a mantener a raya esos kilos de más (empresa en la que tengo que confesar, fracasan estrepitosamente), porque, como me recuerdo a mi mismo cuando me bebo dos grandes vasos de agua, lo que pesan son los kilos, no los años.

A pesar de que mis esfuerzos por el momento, y después de años y años de seguir una rutina sino idéntica, sí muy similar, durante casi todas las mañanas de mi vida, no han obtenido resultados visibles, salgo a la calle con mi mejor sonrisa pegada a la cara, que previamente he masajeado con una crema que me protegerá de las agresiones externas y luciendo unos dientes que, a pesar de mis esfuerzos no parecen haber sido sometidos a un cepillado a fondo con un dentífrico que los dejará más brillantes que mil soles y librará a quienes me dirijan la palabra del tigre que se oculta en mi garganta. Aunque no poseo un coche de esos que hace que las mujeres se den la vuelta y los hombres murmuren envidiosos a tus espaldas, me consuelo pensando que tampoco lo necesito, que en el fondo sería de mal gusto ir en coche a un trabajo que se encuentra a solo doscientos metros de mi casa. Además, desde niño me han explicado que tendré que ir a buscar a mi dama a lomos de un brioso corcel, por lo que no tengo que preocuparme del medio de transporte. 

En el ascensor que me lleva a la oficina miro a la gente que me rodea, esperando ver hombres y mujeres enérgicos e interesantes que se dirigen alegres y diligentes a su puesto de trabajo, tras haber desayunado desnatados con fruta que cuiden sus cuerpos danone, limpios y perfumados. Lo que me rodea no es lo que yo esperaba, sobre todo el olor. Alguno de mis compañeros de subida ha olvidado que el desodorante y la colonia pueden ser un complemento del agua y el jabón pero nunca un sustituto; otra mentira: el desodorante sí te abandona.

El día transcurre como todos, demostrándome a cada instante que nada es como lo pintan: el pizzero que nos trae el almuerzo es un mozalbete granujiento y con las uñas sucias, y el mensaca que me entrega los paquetes tiene la nariz más peluda que he visto en mi vida si obviamos sus orejas, paraíso de liendres, piojos y otros arácnidos amantes del vello humano. El director general no me pone las cosas a huevo para que le pida un aumento de sueldo y la secretaria sigue sin traerme el café a pesar de que soy el que lo pago.

De todas formas, mis esperanzas están puestas en la copa que me voy a tomar con la chica que conocí ayer cuando los dos nos lanzamos a coger la última tarrina de helado que quedaba en el congelador del supermercado. Tampoco estas expectativas se cumplen y mi acompañante no me deja ejercer como lo que soy, un caballero: me deja pasar primero por la puerta; se inclina para besarme y probar mi copa directamente de mis labios, y me dice que me encuentra arrebatador a pesar de la dura jornada; ni se da cuenta de que me he tenido que tomar un carro de ácido acetilsalicílico para dejar en la oficina, el fax, el e-mail, el contestador y el dolor de cabeza.

Cuándo llego a mi casa estoy bastante desilusionado y con una cierta sensación de fracaso ¿por qué nada es como me habían dicho? Menos mal que para dormir hay un remedio infalible: una taza de cacao calentita y unas pastillas herbales que me harán dormir y levantarme encantado de la vida, siempre y cuando descanse en un colchón viscolástico y un somier de láminas flexibles y adaptables a cada necesidad. Bueno, pues a pesar de todo, son las cinco de la mañana y todavía no he pegado ojo. Y me pregunto ¿cómo voy a creer que tan solo por votar a alguien me van a dar libros de texto gratuitos para mis hijas, me va a disminuir la factura del agua o va a aumentar en calidad y cantidad la oferta cultural y deportiva de mi pueblo? ¿No es como de cuento de hadas el pensar que tan solo por depositar un papel en una urna, determinados señores van a conseguir que mi nivel de vida mejore, que el problema de las drogas desaparezca y que aparcar en el centro no sea una tarea digna de figurar entre los doce trabajos de Hércules?

La verdad es que tengo mareadas todas las neuronas. No puedo explicarme como si sigo las normas, con esfuerzo y trabajo, nada es como debiera, y sin embargo haciendo algo tan sencillo como votar mi vida se va a arreglar por arte de birlibirloque o por el buen hacer de un conciudadano tocado por la gracia divina o el poder de las urnas. Creo que lo mejor es hacer lo que llevo pensando toda la noche. Aunque no esté en las recomendaciones de los medias ni de los políticos, voy a salir a mi terraza a tomar el fresco y fumarme un porrito; seguro que por lo menos duermo de un tirón y además disfrutaré de un rato de relax y pensamientos agradables.